Nada de lo que hacía parecía tener sentido.

Se levantaba, y miraba cómo a través de su ventana, hojas caían y se acumulaban entre sí formando montones marrones.

El viento jugaba con su cabello cubriéndole el rostro, mientras ella intentaba apartarlo para ver las notas del cuaderno que tenía apoyado en sus piernas.

Indecisa, avanzaba lentamente y cuando creía que al fin tenía una oración completa, volvía sobre sus trazos y los tachaba. Miles de pensamientos, y ninguna palabra.

De repente, vio cómo una hoja fue arrastrada por el viento y paró quieta en su cuaderno abierto.

Cautivada de atención, la tomó suavemente del tallo para contemplarla, acercándosela a su mirada.

La giraba, la movía. La acariciaba con sus dedos para sentir su textura, notando la aspereza de su materia y el frágil cosquilleo que provocaba en su piel.

La acercó a su oído, escuchando con atención las notas que tan leve roce producía.

Despues la apoyó en la punta de su nariz. Cerró los ojos y respiró profundamente para conocer su aroma.

Luego, volvió a ella con la mirada, y observó los pequeños caminos que recorrían sus venas y todas las tramas que dibujaban.

Se quedó así, quieta, inmóvil, apreciando el esplendor de esa simple hoja, como si se tratara de un objeto legendario que aún nadie había podido ver ante sus ojos, excepto ella.

El tiempo se detuvo, y parecía enamorada de aquella pequeña hoja.

Ella la miraba como aquel amor imposible. El amor por la vida. El amor a todo lo que le había sucedido y a todo lo que soñó con que un día sucedería. El amor por las veces que dejó ir y por las veces que vio venir. Por sus pequeños logros imperceptibles para el mundo. Por sus seres queridos, y por aquellos que nunca la conocerían. Por sus errores, por sus decisiones e indecisiones. Por sus días de oscuridad, y por sus noches de luz.

El amor por la brisa que la acariciaba, el césped que la abrigaba y los puntos en el cielo que la vigilaban. Por las gotas de lluvia que atravesaban el árbol, todas sus hojas y ramas, y llegaban y se estampaban en las cálidas páginas de su cuaderno. Por el mismo árbol que la protegía y debajo del cual ella se resguardaba.

El amor, por la magia que veían sus ojos, que al mover su lapicera sobre la página, quedaba detrás un rastro permanente y congelado en el tiempo color negro.

Reflexionar sobre todo ello y percibir la plenitud de su vida en un instante pasajero, causaba en su rostro la más sutil y bella sonrisa capaz de imaginar.

El viento soplaba con más fuerza, y la hoja insinuaba querer irse como si la estuviesen llamando de lejos, mostrándose agitada en su mano.

Sonreía de nuevo, sorprendida por cuán simple y extraña puede ser la vida, y así, pronunció con la más armoniosa y dulce voz, palabras que nadie más escuchó: «Gracias por tu compañía, pequeña hoja.»

Poco a poco aflojó sus dedos para liberarla, hasta que ella salió volando en la corriente del viento.

Y entonces, la vio partir, en un silencio nostálgico, mientras sentía la caricia en su rostro, de las lágrimas de lluvia.